Cartas desde mi villa: "Cuento de Navidad"
Terminaba el día de Nochebuena y comenzaba a soplar un gélido viento que golpeaba las ventanas. La joven se acercó a ellas y pegó su respingona nariz en el frío cristal, descubriendo al otro lado uno de aquellos salvajes atardeceres que tanto amaba su madre. Llevaba puestas sus viejas zapatillas; aunque le quedaban enormes, le gustaba la divertida cara de enfado que ella ponía cuando se las veía en sus pequeños pies.
—¡Hey, son mías! —le decía, pero nunca se las quitaba.
Cada vez soplaba más fuerte el viento y comenzó a sentir miedo, el Moncayo a veces no controlaba su fuerza y causaba destrozos en los edificios que lo retaban. Sus padres aún no habían llegado, andaban recibiendo a los visitantes que acogían esos días en los alojamientos que regentaban. Villa Encanto era uno de éstos, pero aquella Navidad era sólo para ellos. Sonó un pitido en el cuadro de la luz y ésta se apagó. Fuera era ya un huracán que provocaba los típico apagones en los días menos convenientes, aquel era uno de ellos, los hornos y calefacciones dejarían de funcionar y serían sustituidos por el calor del fuego en los hogares de las viejas casas de los pueblos.
A oscuras buscó su teléfono móvil, tampoco habría linea, pero al menos le alumbraría. Escuchó a su hermano pequeño protestar en uno de los cuartos sin salir a ayudarla, se habría quedado aislado de su virtual mundo, mejor no soportar su genio. Tropezó y perdió una de las enormes y cálidas zapatillas. Cojeando y tanteando la oscuridad pulsó un botón y la pantalla del ordenador de su madre se iluminó gracias a la batería. El salvapantallas iluminaba la sala con fotografías de su familia, ¡qué cerca y que lejos parecían aquellos momentos! Adoraba a su abuela y a todos sus pequeños primos, rió recordando como aquella mañana bromeaba con su madre diciendo que ganaría con la yaya un concurso televisivo en el que cantaban familias, porque aunque sonasen como puertas chirriantes, su amor conquistaría a todo aquel que las oyera. La pantalla se apagó enseguida volviendo a la oscuridad.
Comenzaba a tener frío y no daba con el mudo móvil, tenía que encontrar alguna cerilla junto a la chimenea para encender las velas que adornaban la mesa. Fue entonces cuando le vino a la mente aquel cuento que tanto les emocionaba, aquel en el que una pobre niña intentaba calentarse con una caja de cerillas. Con la primera consiguió imaginar una gran chimenea y calentarse con su fuego hasta apagarse en breves segundos, tras estirar sus pies para calentarlos en ella.
Con la segunda se iluminó en su imaginación una mesa repleta de ricas viandas. Estiró su mano para alcanzarlas, pero... ¡oh, sorpresa! un pavo asado saltó de la mesa con el tenedor y el cuchillo clavados en su pechuga, al llegar a ella el fósforo se apagó y todo desapareció. Con la tercera cerilla se iluminó un gran árbol de Navidad cuyas luces ascendían convirtiéndose en estrellas, una de ellas cruzó el cielo con una estela de fuego, un alma subía al cielo. Con la siguiente cerilla una cegadora luz iluminó la sonrisa de la abuela perdida años antes... La pequeña encendió una tras otra todas las cerillas para que esa bella imagen no desapareciera, hasta que la anciana la cogió en brazos y la llevó con ella...
Unas luces entran por la ventana, son los faros del coche, ya llegan. Ella se levanta a recibirlos y al abrirse la puerta justo vuelve la luz que enciende una sonrisa en las caras de todos.
— ¡Ya estamos aquí! Se fue la luz en toda la comarca, ¿y tú hermano? ¿has pasado miedo?
— No, no he pasado miedo, estuve pensando en vosotros mientras buscaba cerillas.
Juntos buscaron las cerillas y encendieron las velas que alumbrarían la cena familiar. El viento paró. Al asomarse juntos por la ventana caía la nieve en grandes copos, llegaba después de semanas esperándola, tras un otoño extrañamente cálido.
Las cosas no son siempre como queremos, ello no quiere decir que tengamos que dejar de encender nuestros fósforos hasta el final. Eso sí, no los desperdicies.
Desde Villa Encanto, ¡Feliz Navidad!
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